Ilustres conciudadanas:
El C. Francisco Javier Cisneros me ha entregado la Espada de Honor, que habéis tenido la bondad de dedicarme, aunque sin merecerla, y al aceptarla con reconocimiento, no puedo daros mayor muestra de gratitud y aprecio que consagrarla a nuestra amada patria, a nuestra naciente República, para que con su valor atienda a las necesidades de las tropas libertadoras.
Creería hacer un agravio a vuestro patriotismo e inteligencia si me esforzase en demostrar que este acto nunca puede ser tomado como un desaire de mi parte a la atención que tan beneméritas y amables conciudadanas se han dignado dispensarme; pero considero que no es inoportuno daros una ligera idea de los motivos que me han impulsado a proceder de ese modo. Al revestirme con el título de Capitán General con que me saludaron el pueblo y el Ejército Libertador de Cuba, no sólo di a entender que me consideraba como un funcionario dependiente de otro Poder más alto, sino que mirándolo como un nombramiento puramente provisional, no me propuse más que ser útil a mi patria, formando el propósito de desnudarme de ese dictado y graduación tan pronto como se estableciese un gobierno civil que representase la Nación Cubana. Fue dicha mía poderlo realizar muy en breve, y dar una prueba palpable de que más que el nombre de general, estimaba el de Ciudadano de un país Libre, cabiéndome la gloria de ofrecer ese ejemplo a mis compañeros para que se apresurasen, imitándolo, no sólo a llenar sus propios deseos sino a patentizar al mundo que nuestra Revolución, muy lejos de parecerse a las de España, no tiene por mira ambiciones personales, sino el bien y la grandeza de nuestra patria.
Reducido, pues, a la clase envidiable de ciudadano (si bien con el título de Presidente de la República,) mi delicadeza me aconseja que no despierte ningún recelo de espíritu militar, ni me arrogue ninguna preeminencia sobre los demás ciudadanos, usando un arma que por su mérito no puede ser llevada sino por un jefe de alta graduación, ya que en la paz debo creerme resguardado con el amor del pueblo, si por mi suerte logro inspirárselo, y en la guerra, para defenderme de nuestros enemigos, me basta el sable viejo que porto, arrancado a un satélite de la tiranía española. Por otra parte, cuando nuestros valientes soldados sufren tantas penalidades, cuando las mismas ciudadanas que me han honrado con tan grato recuerdo, quizás han sacrificado sus joyas, adorno de su belleza, para proporcionar recursos a nuestra Santa Causa, no sería bien visto que yo me ciñese tan valiosa prenda, ni que la guardase para enorgullecer a mis herederos, que, como yo, no deben desear más que morir por la libertad de Cuba, y una herencia pobre de dinero, pero rica de virtudes cívicas.
Dignaos, ciudadanas, admitir con benevolencia esta manifestación, y las seguridades de mi más elevada consideración y eterno agradecimiento.
C. M. de Céspedes. 1
1 Copia entregada para el presente número del Boletín Acento, por la Casa Natal de Carlos Manuel de Céspedes. El original fue publicado en el periódico El Cubano Libre, Camagüey, domingo 5 de septiembre de 1869.
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En la Guerra de 1868 se utilizaron machetes, espadas, cuchillos y otras armas filosas para luchar contra el coloniaje español. Frente a los machetes de los generales Máximo Gómez, Antonio Maceo y Serafín Sánchez, expuestos en varios museos del país, el alma vigoriza la decisión de luchar y vencer. Pero ante la llamada Espada Ceremonial de Céspedes el alma queda en vilo, por el exquisito cuidado de su forma y carga simbólica, obra de un verdadero orfebre, así como por su impresionable historia.
La espada forma parte de la colección del Museo Casa Natal de Carlos Manuel de Céspedes, en la ciudad de Bayamo. Es recta, filosa y de empuñadura dorada. Igualmente dorada es la vaina. La longitud es adecuada a sus fines y también su anchura. No es una espada más, es la de Céspedes, una hoja única en los anales de nuestras guerras de independencia.
Conocer sobre esta pieza, de un alto valor histórico y alegórico, nos traslada al mundo del ayer, henchido de ideas, pasiones y batallas por la libertad de Cuba. La adquirieron en Nueva York, a un costoso precio, quizás después de vender sus joyas, un grupo de mujeres patrióticas, encabezadas por Emilia Casanova, para enviarla al iniciador de la contienda libertaria en el ingenio La Demajagua, al presidente de la República en Armas, Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo. Es decir, va a entrelazar a la figura de un hombre con su pueblo y con el honor y la admiración que sentían por su desempeño en la conducción de la Revolución.
Hasta el campamento de Céspedes, rústico y mambí, en el poblado de Guáimaro, la condujo el ilustre patriota habanero Francisco Javier Cisneros y Correa. Llegó en la expedición del vapor Perit, que desembarcó por la había de Nipe, al mando de Cisneros y Correa, el 11 de mayo de 1869. Ocho días después Céspedes la recibió como muestra de infinito agradecimiento y la denominó “Espada de Honor”. No fue entregada en acto solemne, con banderas, himnos y discursos, como ameritaba la ocasión y el simbolismo, sino en un evento sencillo en medio de la lucha y la proximidad del combate contra el enemigo.
Pero frente a tan maravillosa espada recta, cortante, deslumbrante y carísima por su oro, Céspedes prefirió devolverla a los Estados Unidos con el mismo portador, consciente de que no la merecía y de que era inoportuna. Por eso, en carta del 8 de junio de 1869 a las ilustres ciudadanas que le obsequiaron tan precioso objeto les escribía que «al aceptarla con reconocimiento, no puedo daros mayor muestra de gratitud y aprecio que consagrarla a nuestra amada patria, a nuestra naciente República, para que con su valor atienda a las necesidades de las tropas libertadoras.»
Por nada del mundo quería hacer un agravio al patriotismo y la inteligencia de las matronas de la emigración. Mucho menos deseaba que su acto fuese tomado como un desaire de su parte a la atención que tan beneméritas y amables conciudadanas dignaron dispensarle.
Entonces dio a conocer los motivos que lo impulsaron a tomar esa resolución. En todo momento se consideraba un funcionario dependiente del poder legítimamente establecido por la voluntad del pueblo. Los títulos adquiriendo en la lucha, por tanto, los veía como algo puramente provisional. Simplemente se había propuesto ser útil a su patria, despojándose de toda categoría e insignia cuando la nación lo determinara. Su ideal supremo era alcanzar la independencia y crear el Estado nacional.
Además, su condición de ciudadano y su delicadeza le aconsejaban que al lucir aquel nuevo emblema podría despertar «recelo» de «espíritu militar», cuestión que no cuadraba con su carácter. Tampoco quería arrogarse «ninguna preeminencia sobre los demás ciudadanos», al usar un arma que por sus méritos debía llevarla un jefe de alta graduación. En medio de aquella guerra prefería utilizar un «sable viejo», arrancado a un satélite de la tiranía española y en la paz aspiraba a ser resguardado «con el amor del pueblo».
Pero aún dio una razón más: ante las penalidades que vivía la patria, el mejor destino de la espada era ser vendida y con los recursos obtenidos comprar armas, ropas y alimentos para Cuba Libre. En tal punto fue bastante enfático, aclarando que «no sería bien visto que yo me ciñese tan valiosa prenda, ni que la guardase para enorgullecer a mis herederos, que, como yo, no deben desear más que morir por la libertad de Cuba, y una herencia pobre de dinero, pero rica de virtudes cívicas.»
Asimismo, en plena guerra hace uso de su numeroso peculio personal para la causa separatista y obras a favor de varios amigos. En vez de hablar de la ruina imaginaria del magnífico varón de Bayamo, solo existente en las cabezas calenturientas, de aquellos que no saben explicar bien las legítimas causas del grito de La Demajagua, debe divulgarse más el suceso del 8 de junio de 1869.
En esta fecha también el presidente Céspedes hizo entrega a Francisco Javier Cisneros, para «gastos de la Revolución», de una suma de cuatro mil pesos y una considerable fortuna en prendas personales de oro, plata, ópalos, rubíes y esmeraldas, cuyo cálculo es ascendente a más 500 mil pesos. Este caudal debía emplearse para compra de armas, municiones de guerra, alimentos y demás necesidades de la nación bravía. El desglose de los valiosos bienes puede encontrase en el periódico insurrecto El Cubano Libre, editado el domingo 5 de septiembre de 1869.
Por suerte, la gran espada dorada de Céspedes se conservó y regresó a Cuba, para ser expuesta en urna de cristal en el museo dedicado al ilustre prócer en Bayamo. Nunca mató a nadie, por tanto, no se manchó de sangre y de dolor. De esta forma pasaría a ser la espada de los sucesores, de todos los cubanos, que ven en la hoja recta el mejor legado de la grandeza del iniciador de la Revolución cubana.
Hoy se mira la espada y se escucha su relato con sincera emoción, como deben oírse las cosas de Céspedes. Cuando la vemos confirma el valor y augura el poder y el éxito. La luz resplandece en la hoja como si el diamante del corazón del Padre de la Patria todavía palpitara.
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La Espada Ceremonial del Padre de la Patria es una de de las piezas más valiosas que atesora el Museo Casa Natal Carlos Manuel de Céspedes, primera institución de su tipo en la ciudad de Bayamo. Esa hermosa arma fue transferida desde el Museo Nacional de Bellas Artes, en 1968, como parte de los preparativos que se hacían para abrir la Casa al público, en aquel momento, en funciones de museo municipal. Obsequiada a Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, entonces Capitán General del Ejército Libertador de Cuba y jefe del gobierno provisional de Bayamo, por la Junta Patriótica de Mujeres Cubanas exiliadas en New York, Estados Unidos de América (EUA), el 27 de diciembre de 1868.
Cuenta una leyenda que la valiosa reliquia entró al país por el puerto de La Habana, oculta en una caja de madera que ostentaba el rótulo de «NAILS» (“clavos”, en idioma inglés). Los confiados funcionarios de la Aduana española no se tomaron el trabajo de chequear el contenido del envase; y la espada, conjuntamente con su funda, pudo llegar a manos de Céspedes, en la manigua irredenta.
A simple vista, espada y funda constituyen verdaderas obras de arte, tanto por la precisión y belleza de su diseño, como por la profusión de detalles decorativos; todos realizados con la manifiesta intención de ensalzar la figura de su poseedor. Destaca en el conjunto la empuñadura, que está conformada por las figuras, forjadas a relieve, de cuatro de las deidades más representativas del panteón grecolatino: Palas Ateneas, diosa de la Sabiduría; Afrodita, diosa del Amor; Artemisa, diosa de la Caza y Protectora de los Animales; y Temis, diosa tutelar de los Estados y la Justicia. La hoja, fundida en acero de gran dureza, presenta grabadas, en ambas caras, las figuras de un oficial y un soldado del Ejército Unionista, que defendiera a los estados del Norte durante la sangrienta guerra civil (1861-1865); en clara alusión a la simpatía que la justa lucha de los mambises despertaba en amplios sectores del pueblo estadounidense.
Esta pieza de excepcional valor patrimonial ha presidido importantes actos políticos y culturales celebrados por las autoridades del territorio de Granma; y constituye, uno de los exponentes más relevantes que posee la provincia, para orgullo de todos los nacidos en esta tierra.
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